6 ene 2009

LEJANO

Acelero. No sé cómo ni por qué, pero lo hago. Sigo al resto y copio sus movimientos (fugaces, torpes, exagerados), como si fuera en busca de algo que se dispersa. Todo se escapa mientras camino. Transito las calles desesperado, urgido por alcanzar un límite que no existe. Veloz, apremiado por las circunstancias, aligero mi ritmo. Me lanzo a un abismo de asfalto y concreto. Soy parte del caos y me atrevo a gozarlo. Disfruto del vértigo, sintiendo el encanto de huir por placer, sólo por saber que nunca llegaré a tiempo. Siempre será tarde; es algo certero, inevitable. Me precipito. Tiendo a correr, en una carrera contra mí mismo. Me persigo; sin tregua, sin control. No existe la pausa, ni todo lo que implique un descanso. No hay antes, sino después. Todo es efímero. El tiempo es cristal, la vida apenas un lapso. Me desgarro (por fuera, por dentro) y compito, desenfrenado, por una mejor posición. Me ubico entre las masas y me aferro al metal, convertido en pasamanos. Soy baldosa, sudor y ganado, siempre esquilado por el reloj. Me violento, me violentan. La ciudad es así: no hay espacio para la duda, sólo prisa y movimiento continuos. No hay ternura, sino locura y enajenación. Me repito. Las calles y avenidas se anegan en voces. No hay rostros, sólo carteles. No hay silencio, sólo bullicio. Hay primacía, conflictos y discusiones. No hay pensamiento. La nada se viste de todo, y el vacío se convierte en norma. Me reprimo. Circulo perdido y aislado de mi conciencia. Me alieno. Sobran imágenes, vehículos, estruendos y promociones. No hay soledad. El aire es oscuro y espeso. Todo es poluto, gris. No hay matices ni colorido. El sentimiento es pecado, la prepotencia una ley. Todo es exceso. Me fulguro. Resplandezco en la oscuridad. Intento la grieta que me lleve a otros rumbos, pero vuelvo a caer. Y acelero. Dejándome llevar, sin oponer resistencia, al lugar común de mis días y noches. Lejos, muy lejos de mí.

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