17 feb 2009

LA TRAMA

El primer comentario lo escupió mientras jugaba una partida de bolos con sus amigos. Por suerte era su turno y estaba sin compañía, razón por la cual no debió dar explicaciones a nadie, tan sólo hacer el papel de ridículo de espalda a sus competidores. “Me fue casi imposible hallarte, seguí tu ruta durante años, estoy muy emocionada, no sé qué decir…, espero que nos mantengamos en contacto, ¡contame algo de tu vida!”, fue lo primero que vomitó. Cayó sobre la pista de madera y su tiro rodó por la canaleta, provocando la carcajada de sus compañeros. A partir de ese día, las palabras comenzaron a brotar de su boca, ajenas a su voluntad. No pudo frenar el torrente de comentarios, algunos absurdos, carentes de importancia, otros a modo de confesiones, acusaciones y recriminaciones. En la ducha, entre las sábanas, mientras leía, o en la soledad de su cuarto, se divertía escuchando los comentarios de otros, que manaban de su boca como impulsos difíciles de controlar. No le llevó demasiado tiempo anticipar los ataques de incontinencia verbal, debido a las señales que ya conocía de memoria: leve cosquilleo en la boca del estómago, tímidas náuseas brotando desde sus entrañas, un tibio fluido subiendo por el esófago y una pequeña convulsión que desembocaba, segundos después, en una chorrera de confesiones. El problema surgía cuando los síntomas lo encontraban manejando su taxi, en compañía de algún pasajero. En más de una ocasión había tenido que despachar a su cliente en cualquier esquina antes de llegar al destino indicado, justificando a veces urgencias familiares, falta de combustible o insólitos problemas de salud. Cierta vez una anciana decrépita se había negado a abandonar el auto argumentando que tenía derecho a concluir su viaje a pesar de los problemas de salud o lo que fuera que sufriese el conductor, pero acabó por saltar del vehículo cuando escuchó que el chofer blasfemaba en voz alta cómo me gusta revolcarme con vos, qué linda noche pasamos juntos, qué perra linda resultaste ser, cómo me calienta ese corpiño rojo y qué bien saben tus muslos. Le fascinaba escupir historias prohibidas, de amantes fogosos, apasionados, de celos injustificados y locuras de adolescentes. Gozaba en tal forma que llegaba a sentirse parte de esas historias, creyéndose actor principal de aquéllas y excitándose, incluso, hasta con el sonido de su voz. Pero también de sus labios nacían historias oscuras, confesiones de culpas, arrepentimientos, ira, dolor, remordimiento.
Andaba sólo por los callejones, siempre de noche y evitando la luz del día. De vez en cuando subía a su taxi, temeroso de que algún sorpresivo ataque le impidiera cumplir con su trabajo. Sus amigos demoraron en advertir su extraña conducta y su prolongada ausencia, creyendo que andaba noviando con alguna de las tantas mujeres que tenía, pero los vecinos notaron de inmediato su cambio de hábitos, su andar taciturno y su preocupante desidia. Lo creían enfermo y comenzaron a mascullar entre los pasillos del monoblock que el señor del quinto diecisiete andaba en las drogas, había perdido todo su dinero en el casino, su novia se había suicidado o tenía sida. Doña Catalina, del noveno veintinueve, dijo que el muchacho era bipolar, como la presidenta.
Una madrugada, la misma doña Catalina se lo cruzó en el palier del edificio, luego de sacar a pasear su caniche. Tras el saludo de cortesía, subieron juntos al elevador y ni bien éste se puso en marcha, él comenzó a decir que no es prudente hacer el trabajo en la oficina, porque podría quedarse alguien después de hora, y que tal si lo hago con silenciador, no debo olvidarme los guantes, ¿no estará vencida la póliza?, esta mismo noche lo liquido. La vecina descendió espantada del ascensor y, temblando como una hoja, se encerró en su departamento. Al día siguiente hubo una reunión de consorcio extraordinaria para tratar el asunto del psicópata del quinto diecisiete. Tras largas horas de debate, se llegó a la conclusión, casi de madrugada, que había que regar con más frecuencia los jardines del monoblock, porque estaban muy abandonados.
Los ataques continuaron, cada vez con más vehemencia. Creyó que había caído en manos de un espíritu burlón, o que un demonio se había apoderado de su alma. Recordó que la Abuela Coca andaba siempre sonámbula, en camisón y hablando sola por los pasillos; temió acabar como ella, creyendo que el verdulero de la esquina era la reencarnación de Juan Manuel de Rosas y que en su cámara frigorífica descansaban las cabezas de aquellos traidores que la Mazorca había decapitado. Poco duró su temor, pues comprendió que no estaba loco, sino poseído. Además, era evidente que tenía un don, inútil e incómodo, es cierto, pero don al fin. No obstante decidió continuar con su vida normal, tratando de no modificar sus costumbres. Aprendió a convivir con las frases, insultos, confesiones y comentarios de los espíritus que su alma poseía. Pensó que jamás se atrevería a contarle nada a nadie, pero la idea de convivir con aquello hasta el día de su muerte lo atormentó. Una noche de angustia, soledad y alcohol en exceso decidió confesarle su secreto a Pamela. Entre juegos eróticos, respiraciones entrecortadas y aullidos de gato, se dispuso a contarle toda su verdad, pero no pudo más que ser la voz de una de las tantas mujeres que convivían en su cabeza, y terminó por decir, en medio del acto sexual, qué lindos que están tus pectorales, pero qué maravilloso cuerpo de futbolista, cuántos pelos tiene tu pecho, ¡qué pedazo de macho sos! Regresó desnudo a su casa y por la bofetada que se ligó, comprendió que se llevaría el secreto a la tumba.
Con el correr de los meses se volvió aun más solitario. “Ahí va el ermitaño del quinto diecisiete”, lo señalaban sus vecinos desde lejos. Trataban de evitar todo tipo de contacto y le quitaron hasta el saludo, creyendo que tenía una enfermedad contagiosa. El, a su vez, dejó de frecuentar el club, el cabaret, los billares y el café de la esquina. Sus amigos se cansaron de llamarlo y decidieron ir a visitarlo, pero jamás daban con su paradero. Dejaron de buscarlo, y él dejó de encontrarlos. Se movía siempre por las sombras, de madrugada, andando en puntas de pie, desplazándose con sigilo, transitando los barrios bajos, hasta que amanecía y entonces regresaba a las penumbras de su departamento. Ya ni siquiera hablaba con nadie y rara vez salía a trabajar. Evitaba acercarse a las personas, porque toda conversación con terceros desembocaba en golpizas, carterazos, denuncias o zapatazos. Optó por callar para siempre, no hablar por voluntad propia sino dedicarse a escuchar los comentarios y confesiones de otros que brotaban de su boca, sin importar día ni horario. Supo de historias emotivas y aberrantes, de enamoramientos, desencuentros, reconciliaciones, muertes por encargo, nacimientos, enfermedades y milagros, pero se olvidó de su vida, de sus mujeres y amigos, de su trabajo, de sus escapadas al hipódromo, de todo lo que alguna vez había sido. Leyó durante mucho tiempo, estudio sobre distintas corrientes esotéricas y probó cuanto pudo: hechizos, pócimas, exorcistas, brujerías, magia negra. Las voces continuaron con él, no así su dinero. Se recluyó en su monoambiente, cerró las puertas y ventanas, bajó las persianas y se dedicó a grabar lo que decía. Así pasó días enteros, sucio, desamparado, alucinado y sin contacto con el mundo exterior, entre libros, anotaciones, parlantes, reproductores y auriculares. Grababa los comentarios y luego los transcribía, uno por uno, a pequeños cuadernos y anotadores. Su habitación se fue llenando de papeles, montañas de papeles sobre la cama, el escritorio, el baño y la cocina. En cada papel había una frase, y en cada frase una historia. Cuando notó que vivía en un caos y que era casi imposible moverse entre tanto papelerío, se le ocurrió hacer un catálogo de frases, tratando de hallar un significado común que le permitiera alcanzar un orden determinado. Arrinconó todo su mobiliario (el escritorio, el sofá cama y la pequeña biblioteca) contra una esquina y pegó las anotaciones seleccionadas sobre la superficie de una de las paredes del ambiente. “Cada vez falta menos, la verdad estará delante de tus ojos, no desaproveches la oportunidad” repetía como un loro mientras pegaba los últimos escritos. Al cabo de unas horas culminó su tarea. Se alejó unos pasos y contempló ese extraño muro de anotaciones. Lo miró fijo durante un tiempo que no pudo precisar, hasta que la vista se le comenzó a nublar y pudo advertir que ciertos fragmentos de texto sobresalían del resto. Habían sido escritos con trazos de tinta más fuertes, los cuales, enlazados fuera de contexto, componían la siguiente oración: tásese al matar. No comprendió a qué se refería hasta que adivinó, infinitas horas después, lo que se escondía detrás de aquel anagrama.
“Esta es la trama… Sé que pronto saldré de este infierno”, pensó con regocijo, mientras la joven de uniforme celeste le secaba la baba y le ofrecía otra pastillita.

2 comentarios:

Iris dijo...

Y todo por un sindrome de Tourette!!!
saludos

Anónimo dijo...

hola, queria invitarte a que agregues tu blog a Argentino.com.ar
es un directorio de webs de Argentina y nos gustaría que estuvieras.
saludos

Diego