19 ago 2006

LA DICHA DE LOS INCOMUNICADOS


El hombre alejó su cuerpo de la corriente de aire e intentó darle la espalda al viento. Acurrucándose contra un frío vitral, creyó hallar en su repentina acción el tibio cobijo que su alma en deuda no podía encontrar. El de traje gris, como lo había bautizado una de las tantas mañanas que aguardábamos junto al resto, semejaba ser el más serio y centrado de todos nosotros. Su traje gris oscuro, de un notable corte francés y de una tela finamente confeccionada, no era el único indicio por el cual yo sostenía mi hipótesis, sino más bien eran sus rasgos adustos, su barba bien cuidada, su mirada inquisidora, su elegancia hasta en la forma de caminar y su afición por fumar pipa lo que me hacía pensar que se trataba de un célebre abogado, un prestigioso economista o, a lo sumo, un reconocido psiquiatra. En un principio creí que llegaba allí cada madrugada, aguardando el ingreso al igual que el resto, solo por satisfacer su curiosidad, o tal vez por diversión, como un simple pasatiempo (aunque a decir verdad, poco me intrigaban las causas de su proceder). Pero al cabo de un tiempo supe que aquellas no eran las razones de nuestra coincidencia. A unos cuantos pasos del hombre de traje gris (quizá unas baldosas más que las de costumbre), sentada sobre unos libros que quién sabe había escrito o qué demonios tenían que ver con aquel rito que a menudo celebrábamos, estaba la inconfundible y siempre llamativa señora del chango. Su aspecto lo decía todo, y su mirada, nada. Bastaba con observarla apenas de reojo para poner en marcha la imaginación y adentrarse en la siempre excitante aventura de las conjeturas. ¿Sería una mujer tan desdichada como su apariencia lo sugería? ¿Qué hacía allí junto a nosotros? ¿Por qué curiosa razón tentaba a su destino al igual que el resto? ¿Llevaría más libros, o sólo chatarras en su chango?Supuse, infinitas veces, como las que acudí a nuestro venerado templo para saciar mis (y nuestras) ansias, que se trataba de una indigente. Supuse también, que mendigaba por las plazas y callejuelas de los suburbios más oscuros de Buenos Aires, sólo a fin de llegar a nuestro destino, el único punto de encuentro que nos reunía bajo el rocío de tantas madrugadas como aquella de abril que se presentaba más fría y desolada que nunca, y más intrigante y expectante que siempre. A su lado, como queriendo entender al chango y a la mujer, a sus libros y a su aspecto de linyera, o simplemente tratando de no pensar en su maldita suerte (que en definitiva era la de todos nosotros), mascaba violentamente su chicle y demostraba toda su violencia contenida en una sola mirada, el joven al cual di en llamar Rulo. Notaba en él una cierta inquietud que lo dominaba en cuerpo y mente, transformándolo en un ser irracional, capaz de cometer cualquier atrocidad en afán de obtener lo que deseara. Aunque él no lo advertía, o por lo menos así nos lo hacía parecer, el resto del grupo no se sentía a gusto con su permanencia. Quizá fuera por el simple hecho de haber sido el último en ingresar al exclusivo lugar que pocos habían logrado alcanzar, o tal vez fuera por el mero hecho de haberse ganado la plaza lícitamente, gozando de la misma fortuna que alguna vez cada uno de nosotros había sabido aprovechar. Yo atribuí el rechazo y la aprehensión que causaba en el grupo a la abrupta y prolongada ondulación de su pelo sucio, grasiento e irregular, motivo por el cual simplemente lo llamaba “el rulo”, cuya sola mención causaba en mí una profunda indignación y una indiferencia aun más grande que la que tenía (y teníamos) hacia los que se iban sumando a las adyacencias de nuestro sitio en común. Lo imaginé abusador, borracho, ladrón y usurero; pasando las noches recostado sobre un viejo y destartalado sillón en alguna sucia pensión de Once, y siendo atendido por alguna muchacha ignorante que le sirviera de mucama, madre y mujer a la vez, con el único objeto de satisfacerlo y consolarlo antes o después de cada excursión matinal que lo devolvía a las drogas y el hurto o, en el mejor de los casos, a su vida de plata dulce y excesos.Lo cierto es que tanto a él, como al hombre de traje gris, a la mujer del chango y a mi propio ser, nos sorprendía cada madrugada en el mismo sitio, calle y vereda, esperando por la apertura de esas compuertas que contenían nuestras inquietudes y miserias más profundas.Aquella mañana llegó a último momento, unos minutos antes de que abrieran los cerrojos, la dama del escote, con la cual completábamos el círculo de adeptos que esperaba todas las mañanas que algo, o alguien, cambiara nuestras vidas. La dama, elegante y esplendorosa, me atraía fatalmente, pero yo no podía -ni debía- intentar acercamiento alguno que fuera a romper el equilibrio del grupo (aun hoy no comprendo por qué absurda razón habíamos arribado, desde un primer momento, a un acuerdo implícito de no conversación o acercamiento alguno, creyendo tal vez que de aquel modo se cumpliría la estúpida y lúdica creencia que algún fanático había impuesto en nuestro ámbito sobre “la dicha de los incomunicados”) . Aun así creí haber llegado alguna vez a dirigirle la palabra, de tanto pensar e idear un acercamiento. Me recuerdo en innumerables ocasiones sentado o parado frente a ella, queriendo insinuar un primer artículo, verbo, sustantivo o siquiera adjetivo que me permitiese arrancar una frase, pero, como siempre, quedaba en el intento. Por otro lado, también intuí, con la lógica que merecían su belleza y su talante señorial, que estaría de novia, comprometida o casada, aunque jamás advirtiera en ninguno de sus delgados y bellos dedos, anillo o alianza alguna. Entonces volví a poner en práctica mi imaginación, y la vi entrando a una casa grande y ostentosa, repleta de muebles antiguos e invaluables obras de arte barroco y renacentista, con lienzos y cuadros de los más notables exponentes del surrealismo adornando las paredes empapeladas con los más caros tapices hechos en París; la vi sentada en un sillón de terciopelo londinense del siglo XIX, leyendo el Ulises de Joyce y enseñando la elegancia de su figura a su propia vanidad reflejada en el gran espejo persa que, junto a la araña que pendía sobre su cabeza, captaban la atención de cuanta persona ingresase a su tan envidiado salón de lectura. Entre toda esa pompa y lujo me la imaginaba, cuando el bocinazo de un ómnibus logró traerme de vuelta a mi sitio (nuestro sitio) y pude contemplar a unos pasos como la señora del escote lograba en mí, a pesar de su caprichosa indiferencia, una atracción acaso comparable a la que nuestros fines albergaban. Aquella fría mañana de abril pensaba e imaginaba más que de costumbre en el pasado o las vidas de esas personas, pensaba en sus penas, sus alegrías y su suerte. Pensé en los clientes del señor de traje gris y sentí envidia por el título y el status social que tendría; imaginé la vida austera y dura de la mujer del chango y una honda pena caló mi alma; sentí, a la vez, desprecio por el joven rulo y su vida desordenada que lo llevaba a tener ese aspecto tan desagradable; sentí también tristeza al saber que jamás podría vulnerar mi vergüenza y romper el muro que me separaba de la bella y adinerada mujer del escote. Pensé en todos ellos, menos en mí. Cuando mucho tiempo después supe que el hombre de traje gris era un oportunista que estafaba a la gente para poder acudir a nuestros encuentros, que la mujer del chango había sido dueña de dos lujosas casas heredadas por su padre, que el joven rulo era médico gerontólogo y gozaba de una excelente reputación, que la mujer del escote era una prostituta que habitaba una humilde pensión de Parque Patricios, y que yo era ni más ni menos que un reflejo de todos y cada uno de ellos, mis pensamientos ya no importaban. Menos aun importaban aquella mañana, al advertir que las pesadas y altísimas puertas de nuestro ansiado edén se abrían ante nosotros, dejando al descubierto el largo pasillo y la alfombra roja rodeada de mesas, colores, banquetas, monedas y máquinas que conducían al final de un azaroso camino y al principio de nuestra desdichada alegría o reiteradas frustraciones: la mesa de Black Jack.

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